COLUMNISTA: Pepocles de Antioquía
Hay que vencer el pesimismo que nos aqueja, puesto que es una distorsión de la realidad de corte tremendista, pero la solución no estriba en ese optimismo “happy flower” de sueños enflautados, de ver un mundo de color nimbo pálido y trufado de elefantes rosas, en el que “salir de tu zona de confort” te transformará en una versión mejorada de Hércules, en un discípulo aventajado de Ares y en el hijo predilecto de Alejandro Magno, en el que si te esfuerzas, “conseguirás todo lo que te propongas”, hasta hacer entrar en pánico a Amancio Ortega bajo la llama de tu “éxito”.
Es cierto que tenemos que vivir con más gotas de optimismo que de pesimismo, de positividad que de negatividad, de lucha que de derrota, de inquietud que de quietismo, de espíritu soñador que de parálisis, de alegría que de apatía, que hemos de realizar ímprobos esfuerzos por buscar la ilusión en medio de la adversidad y por recostarnos en los brazos de la Esperanza, por ver ese rayo de luz que perfora los negros nubarrones en cualquier situación y que siempre existe por tenue que sea. La Esperanza y la ilusión son dos ejes sobre los que tiene que gravitar nuestra actitud ante los embates y avatares de la vida. Pongamos énfasis en ello. “Al mal tiempo, buena cara”, dice el refrán.
Ahora bien, no caigamos en la tentación de confundir Esperanza e ilusión con megalomanía (manía o delirio de grandeza), ni nos dejemos fascinar por la filosofía del “think big” (piensa a lo grande).
La actitud del mileurista con mentalidad de Steve Jobs, arrolladoramente de moda en la sociedad de nuestro tiempo, es otra distorsión de la realidad, por muy “positiva”, “proactiva” y “dinámica”que nos la pinten; y por mucho que traten de dibujar como un aguafiestas retrógrado de la edad de piedra a quien no se deje atrapar por esta “tendencia” onírica de “pensamiento positivo”. De hecho, este autoengaño platónico nos empuja a vivir en una ensoñación que pocas veces llega, lo cual genera frustración en quien no consigue alcanzar su retahíla de metas irrealizables. Además, este anhelo por lograr objetivos inalcanzables desata una ambición desmedida (hýbris), una insana competitividad que nos arrastra a codiciar con fruición los logros ajenos (algo parecido a lo que René Girard definió como “mimesis”), una frenética adicción al trabajo y una pulsión hacia abandonar los principios morales por mor del “éxito”.
Recuerdo con entusiasmo aquella entrevista que le hizo Andreu Buenafuente al excelso escritor Juan Manuel de Prada. El insigne literato respondió, a una de las preguntas formuladas por el entrevistador, que había renunciado a una parte significativa de su gloria por no traicionar a sus principios católicos, por no acomodar su pensamiento a las querencias de la corrección política, del poder omnímodo, del statu quo, del “establishment”. A esto, agregó el egregio pensador que había abjurado del éxito millonario alcanzado por otros escritores arrodillados ante lo políticamente correcto, pero sin llegar a sustituirlo por el fracaso, sino por la “dorada medianía” de Aristóteles, por esa aurea mediocritas que le permitiese conservar una porción plausible de sus triunfos, sin necesidad de perder la integridad moral y la felicidad. Esto lo veo como un ejemplo ilustrativo y fidedigno de alguien que sabe distinguir entre Esperanza y optimismo, entre ilusión y megalomanía, entre soñar con prudencia y caer en las redes del “think big”.
El pesimismo es una visión negativa de la realidad, amarga, desesperanzada, luego, una concepción reduccionista de la misma. El optimismo peca de lo contrario, lo cual es otra simplificación de lo que nos rodea, por muy alentador y festivo que nos resulte el exceso de positividad. En resumen, un reduccionismo no se cura con otro reduccionismo, del mismo modo que una mentira no se desmiente con otra mentira, por atractiva que nos pueda llegar a parecer.
Así pues, ¿Dónde se encuentra el anhelado equilibrio? Muchos pensarán que en el realismo, pero he de precisar que tampoco. Buscar la solución a dos polos opuestos equívocos en un punto equidistante entre los mismos, véase justo en la mitad, es un método demasiado geométrico, matemático, una posición simplona y por ende, escasamente intelectual para descifrar un enigma de una profunda envergadura filosófica.
El realismo trata de ofrecer una minuciosa descripción de la realidad, pero quien lo practica suele acentuar más los aspectos negativos que los positivos. Por eso, desde hace tiempo, pienso que el realismo es una antesala del pesimismo.
A pesar de esta advertencia, he de admitir que siento fascinación por los escritores realistas. Me asombra su capacidad de dar nombre a muchísimas cosas que nos pasan inadvertidas, que se encuentran almacenadas en nuestro subconsciente; los literatos de esta corriente consiguen elevar la subconsciencia a la consciencia, por lo que nos hacen mucho más conscientes de las cosas que nos rodean, aumentando los horizontes de nuestro análisis hasta límites que no conocen órbita (a modo de ejemplo: logran que el que era capaz de percibir cuatro cosas, ahora, pueda llegar a avizorar siete). Eso sí, como he indicado, sus descripciones, la mayoría de las veces, se inclinan más hacia extender la lupa a lo negativo, lo triste, lo tremendista, a fotografiar lo fatalista, lo sórdido, a cartografiar lo tenebroso… Razón por la cual nos lleva a correr el riesgo de transformamos en unos pesimistas de genio prodigioso, pero pesimistas, al fin y al cabo.
Tras haber vertido aguarrás y derramado ácido sulfúrico sobre el pesimismo, el optimismo y el realismo, ¿Qué nos queda?
Pues, la trascendencia, saber trascender sobre ese triángulo construido por dichos “ismos”, y estudiar con qué quedarnos y qué desechar de los mismos. Esta operación intelectual trascendente considero que ha de llevarnos a reemplazar lo optimista por la Esperanza, lo pesimista por la precaución y lo realista por la templanza.
Con esta conjugación de Esperanza, precaución y templanza, evitamos que el optimismo merme nuestra capacidad de percibir lo negativo, que el pesimismo nos deje estancados en la tragedia y que el realismo nos aboque sibilinamente a dicho estancamiento de signo trágico.