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El artificioso arte de convertir la virtud en vicio y el vicio, en virtud

COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura

Recuerdo el diálogo de una película que vi, hace un par de años, en el cine. La obra cinematográfica tiene por título Las ilusiones perdidas, y está inspirada en una novela de Honoré de Balzac.

Pues bien, en dicha conversación, dos periodistas maquinaban sobre cómo convertir los talentos de los demás en defectos que criticar; para, a través de sus manuscritos en el periódico, desbaratar a cualquier persona, por virtuosa que fuese.

No recuerdo con exactitud qué dones transformaron en errores, pero sí que se me ocurren numerosos ejemplos al respecto. Verbigracia, se puede mudar, con bastante facilidad, al sabio en ‘pedante’; al buen escritor, en ‘pomposo’; al valiente, en ‘imprudente’; al bondadoso, en ‘buenazo’; al polifacético, en ‘disperso’; al ortodoxo, en ‘puritano’; etcétera.

Por consiguiente, desde mi humilde punto de vista, no toda crítica que le hagan a uno tiene por qué ser aceptable. En más de una ocasión, ha venido alguien a ¡Corregirme por mis virtudes! A base de intentar trocarlas en defectos.

Parafraseando a Shakespeare, parece que la virtud le tiene que pedir perdón al vicio; lo cual me recuerda al católico devoto que le ha de suplicar clemencia -por seguir a Cristo- a un incrédulo rabioso.

Me acuerdo de alguien un poco tonto -y con bastante mala idea, luego dos veces bobo- que me ‘corrigió’ por citar a autores de la talla de Shakespeare; y para colmo del esperpento, con bastante agresividad dialéctica. Su razonamiento radicaba en la idea de que mencionar a otros escritores es consecuencia de no tener reflexiones propias; cuando, más bien, denota capacidad para relacionar las teorías de las mentes privilegiadas con las tuyas propias. En definitiva, las ‘correcciones’ que tratan de convertir la virtud en vicio no merecen ser tenidas en cuenta.

Al igual que existe la habilidad de metamorfosear las virtudes en vicios, también, está la de elevar el vicio a la categoría de virtud. De hecho, la cobardía suele ser considerada como ‘prudencia’ (o ‘sensatez’); el oportunismo, como ‘astucia; el maquiavelismo, como ‘inteligencia’; la mediocridad, como ‘normalidad’; la ambición desmedida (hybris), como ‘éxito’; ser un interesado, como ‘estar espabilado’; etcétera.

Tras esta disertación, considero pertinente terminar con uno de aquellos poemas que publiqué hace un par de años, titulado La delgada línea que separa al vicio de la virtud:

Al vicio de la virtud una débil muralla los separa,

Por lo que si no estás advertido cuidado con lo que te depara.

Si virtuosa es la elegancia,

Su vicio se llama opulencia.

Si loable es la sobriedad,

Su óbice se llama fealdad.

Si encomiable es la amabilidad,

Su exceso se llama pusilanimidad.

Si dichosa es la velocidad,

Su desdicha se llama fugacidad.

Si agradable es la gallardía,

Su rémora se llama cobardía.

Si laudable es la sabiduría,

Su escollo se llama pedantería.

Si entronizable es la Monarquía,

Su felonía se llama tiranía.

Y si bienhadada es la democracia,

Malhadada será la demagogia.

Si bienvenida es la alegría,

Su caos derivará en algarabía.

Y si regenerador es el dolor,

Su trampa se llama sopor.

Si reconfortante es la tranquilidad,

En abundancia traerá inactividad.

Y si te afanas demasiado a la poesía,

Caerás en mórbida fantasía,

En ávida megalomanía,

Y en encumbrada altanería.

Contacta aquí con el autor de este artículo, el escritor Ignacio Crespí de Valldaura

 

 

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