Las frases motivadoras, tan de moda en la sociedad de nuestro tiempo, se caracterizan por ser una espada de doble filo. Por un lado, revelan verdades que nos pueden espolear a conseguir una mejora. Por otro, nos hacen correr el riesgo de sumergirnos en un mundo de fantasía, en una arcadia feliz en la que flotan castillos en el aire y florecen pétalos de rosa.
¿Qué solución se me ocurre ante este balance de pros y contras? Pues, poner comas a las frases y completarlas (y en algunos casos, modificarlas), de tal modo que elevemos los eslóganes emocionales a la categoría de epigramas reflexivos. De esta manera, lograríamos que las medias verdades se transformasen en verdades a secas; y que la motivación continuase motivando, pero sin que el torbellino de sentimientos nos terminase nublando la razón.
Verbigracia, cuando alguien nos diga que “todo está en la mente”, respondámosle que ésta “es más poderosa de lo que pensamos, pero que no es mágica, ni capaz de controlarlo todo”. Una cosa es aprender a gestionar las emociones y otra muy distinta estabularse en creencias supersticiosas. No somos Rasputín, ni tampoco el mago Merlín.
Así pues, cuando alguien nos aliente a “alcanzar todo aquello que nos propongamos”, contestémosle que, en efecto, “somos capaces de lograr más cosas de las que pensamos, pero que ello no implica que tengamos el poder de conseguirlo todo”. También, cabría plantearse si el objetivo marcado, pese a ser alcanzable, merece la pena en términos de salud y felicidad.
A la sazón, cuando alguien pronuncie aquello de que “el que no arriesga, no gana” (“no risk, no glory”), repliquémosle que “soñar puede ser la espoleta de nuestra gloria, siempre que lo hagamos con los pies en la tierra”; porque si con correr riesgos fuese suficiente, los casinos jamás habrían existido.
Leí, hace más de una década, en un tabloide informativo, que un experto en comunicación instaba a sus receptores a ser muy precisos, porque, muchas veces, damos por hecho que los demás entienden aquello que les estamos transmitiendo. Esta nota se me ha quedado grabada a fuego en la memoria, debido al sinnúmero de ocasiones en las que se tergiversan los mensajes ajenos; de facto, ésta es la gran causa de los malentendidos.
Es más, confieso que esta es la razón que me ha llevado a ser tan preciso -y en ocasiones, incluso redundante- en mis artículos; y aún así, los habrá que interpreten mis mensajes en una dirección muy diferente a la que pretendía. Yo, por mi parte, seguiré haciendo un esfuerzo prometeico por que se me entienda, pero sin volverme loco por ello. Puedo poner de mi parte a la hora de amoldarme, pero no pienso caer en la trampa de prostituirme.
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