La búsqueda de la felicidad no se puede reducir a un teorema o fórmula matemática, pero tampoco es un ente absolutamente abstracto, incomprensible y fuera de nuestro alcance. Tiene parte de simple y numerosos ribetes de complejidad. Atesora elementos esenciales y sinuosas aristas de misterio.
Decía Adam Zagajewski, en su ensayo Solidaridad y soledad, que la vida espiritual goza de una claridad irreprochable en unas dimensiones y de una ambigüedad muy difícil de esclarecer en otras. En consecuencia, considero que, con la felicidad, no es descabellado aplicar el mismo rasero.
Y aunque haya elementos prioritarios y secundarios, y pese a que sea necesario aprender a analizarlos por separado, también, es preciso subrayar que todos están entrelazados, bebiendo los unos de los otros, dado que en la vida de un árbol, todo cuenta.
Así pues, situar las ramas (lo particular) al mismo nivel que las raíces (lo esencial) nos arrastraría al alboroto, al caos, a la confusión, pero establecer una ruptura total entre lo prioritario y lo secundario agrietaría sobremanera el tronco el árbol. Revestir a todo de igual importancia degeneraría en un desorden analítico, pero otorgársela solamente a lo elemental derivaría en un platonismo desaforado, que eleva sus pies por encima de la tierra, que levita al margen de la realidad.
En base a esto, mi calidad de hombre contemplativo y católico devoto me han catapultado a la conclusión de que las raíces (lo esencial) de la felicidad se fundamentan en el Amor a Dios, en adecuar mi modus vivendi a la Ley Natural, y en incardinar mi conducta a los Dogmas Cristianos, a los Diez Mandamientos y a lo desarrollado en el Catecismo de la Santa Madre Iglesia (asiento de inabarcable sabiduría, honestidad intelectual, equilibrio y sensatez; algo que tengo muy reflexionado e interiorizado, con todos sus deslices, momentos de dudas, estadios de oscuridad e incluso episodios de enfado furibundo, los cuales, debidamente encauzados, me han ayudado a robustecer la relación inquebrantable entre Fe y razón).
De este modo, mi intento perfectible de vida cristiana (lo esencial) no excluye, de mi ánimo por ser feliz, el cultivo de elementos particulares como el estado anímico, la autoestima, la vida social, mis pasatiempos más preciados, gustos musicales, inquietudes intelectuales, objetivos profesionales y demás esferas que integran mi paso por el mundo. De facto, un renombrado psiquiatra español dio una estructura esquemática a dichos elementos, encajonándolos en cuatro áreas que componen la felicidad, que son: el amor, el trabajo, la cultura y las relaciones personales.
Así pues, abjurar, por entero, de estos elementos particulares supondría caer, como he indicado con anterioridad, en un platonismo desaforado, que eleva sus pies por encima de la tierra, que levita al margen de la realidad. Y no olvidemos que el catolicismo tiene más de aristotélico que de platónico.
Plasmó por escrito G.K. Chesterton, en su obra Ortodoxia, que la Iglesia renunció al arrianismo por ser demasiado mundano y que esquivó el orientalismo por resultar extremadamente extramundano. A la sazón, considero que excluir por entero de mi Fe Cristiana (lo esencial) los elementos particulares de la vida supondría adoptar una conducta orientalista, véase extramundana, sobrenaturalista, platónica.
A esta última actitud, la califico de “felicidad mal enraizada”. Ahora bien, tampoco se me ocurría caer en el extremo de referirme a ella como “infelicidad absoluta”, porque en el estado del árbol todo puntúa, aunque no sea en la dirección ideal. En otras palabras, a falta de unas raíces sólidas, es mejor gozar de unas vigorosas ramas y de unas lucientes hojas que el triunfo de la nada en su totalidad. Nunca nos olvidemos de la escala de grises, frente a las pulsiones inintelectuales de decantarse por el negro o el blanco.
De hecho, la cuarta de las cinco vías de Santo Tomás de Aquino es la de los grados de perfección, en virtud de la cual todas las cosas (el bien, la verdad, etcétera) existen de forma gradual, y sólo alcanzan su estadio de perfección total en Dios. Cuando más cerca nos hallemos de Él, más elevado será nuestro perfeccionamiento y en consecuencia, nuestra felicidad. Esto, a su vez, explica que el grado de imperfección absoluta tampoco exista en las personas, por lo que no sería atinado concebir la existencia de la “infelicidad absoluta” en la vida terrena.
A esto último, sumémosle que hablar de una “infelicidad absoluta”, del triunfo de la nada en su totalidad, impediría la reconciliación con las raíces, con lo esencial. Gozar de hojas y ramas, a falta de solidez en la raíz, permite que podamos volver a la misma, a través del arrepentimiento. Y en el Catolicismo, la puerta del redil está permanentemente abierta, con un cartel luminoso invitándonos a retornar a él.
Por ejemplo, del mismo modo que el cultivo de la religiosidad (lo esencial) influye nuestro estado psicológico (lo particular), nuestra psicología, también, puede ejercer influencia poderosa en nuestra vida religiosa, tanto para bien como para mal. Esto explica que pese a que tengamos que saber diferenciar ambas esferas, hemos de ser conscientes de que están estrechamente conectadas entre sí.
No cabe duda de que existe una avenencia íntima entre lo esencial y lo particular. Ahora bien, tampoco hemos de soslayar la preponderancia de lo primero sobre lo segundo, la hegemonía de las raíces sobre las ramas.
Por esta razón, creo que muchos estrechan su relación con Dios en los momentos de mayor sufrimiento, impotencia y tribulación. Cuando las ramas se marchitan, aprendemos a apreciar, en todo su esplendor, el inefable vigor de las raíces. Como dejó por escrito G.K. Chesterton, en su ensayo Ortodoxia, «puedes cambiar el lugar a donde te diriges, pero no el lugar del que procedes».
Se puede percibir que la búsqueda de la Felicidad es un mosaico de caminos claros y senderos sinuosos. Como recoge el titular de este artículo, se trata de algo muy simple y complejo al mismo tiempo.
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