Como ya he advertido en muchas de mis publicaciones, los ‘ismos’ tienden a ser sofismas, es decir, parten de una verdad, para llegar a una conclusión falsa. Por consiguiente, son verdades distorsionadas, exageradas, a medias, luego, mentiras engañosas, vicios con apariencia de virtud. En esto, a grandes rasgos, consiste la diferencia entre la búsqueda de la perfección y el ‘ismo’ del perfeccionismo.
El perfeccionista no distingue entre hacer las cosas mal y medianamente bien, puesto que todo tiene que ser perfecto. Esto le sumerge en una asfixiante autoexigencia, en la actitud de molestar a los demás a base de pedirles demasiado y en dedicar un tiempo excesivo a nimiedades (y por tanto, a distraerse de ocuparse de materias más importantes)
El perfeccionista tiende a tasar su vida en objetivos, como si fuese un teléfono móvil que necesitado ser actualizado por sistema. Esto, además de generarle un sinfín de chutes de ansiedad y dopamina, le impide distinguir entre los objetivos vitales y cotidianos, entre las cosas prioritarias y accesorias de su vida. Todo lo incluye en el mismo baúl.
El perfeccionista le tiene un miedo cerval al error, lo que le lleva a alimentar la mentalidad de que cometer un traspié es delito. A veces, da la sensación de que uno carece de derecho a equivocarse.
El perfeccionista se suele privar de hacer muchísimas cosas que le apasionan, puesto que rehúye de llevarlas a cabo por el hecho de no poder acometerlas con la perfección que él considera oportuna. Tal rigidez de pensamiento le impide desarrollar bastantes talentos, dones o carismas que posee.
El perfeccionista, en ocasiones, hace peor determinadas cosas a causa de querer realizarlas con demasiada pulcritud. Ejemplos esclarecedores de esto último: un arquitecto que engalana la fachada de un monumento con excesiva opulencia; un literato que barroquiza en demasía sus escritos; un filósofo que complica tanto sus disertaciones intelectuales que las convierte en ininteligibles; un médico que sobrecarga a sus pacientes con una lista inasumible de exigencias; un entrenador personal que machaca a sus clientes hasta que le cojan fobia a hacer deporte; un hispanohablante que pretende departir en inglés como Sir William Shakespeare y que comete más errores gramaticales a fuer de tan inalcanzable pretensión; etcétera.
Con esto, no pretendo decir que toda consecuencia de un obrar perfeccionista sea mala o negativa. También, pueden emerger cosas positivas, dado que el perfeccionismo es la perfección llevada al paroxismo, sacada de quicio, por lo que almacena aspectos virtuosos en su haber (pese a no estar bien enfocado). En otras palabras, este ‘ismo’, al ser un sofisma, véase al partir de una verdad, para llegar a una conclusión falsa, no deja de poseer algunos brotes de verdad, los cuales hacen reverdecer buenos frutos (a pesar de la cizaña generada por el conjunto).
A modo de introducción, cabe destacar que esa idea de perfección frívola, mezquina y materialista, tan instalada entre el común de los mortales, se asemeja más a lo que he definido como “perfeccionismo” en los renglones anteriores. A menudo, se confunde al perfecto con el Don Perfecto.
Lo que yo califico como “domperfección” sería el percibir perfección en la fama, en la popularidad, en el atractivo físico, en la fuerza, en el poderío económico o en la acumulación de éxitos mundanos. Mientras que lo perfecto tiene más que ver con el amor, la humildad y la misericordia.
Charles Moeller, en su ensayo Sabiduría griega y paradoja cristiana, explica cómo la venida al mundo de Jesucristo depuró algunos cánones de perfección de sus predecesores. La Pasión de Cristo en la Cruz dignificó el sufrimiento, y desmitificó, como ejemplo de vida, al arquetipo de guerrero bello y vigoroso, implacable en la batalla. Con la llegada de Dios Hijo, la venganza dejó de ser interpretada como una venerable exhibición de fuerza; la fealdad y la humillación comenzaron a ser miradas con misericordia; y el pecador empezó a ser entendido como una oveja descarriada, a la que había que hacer retornar al redil, y no como un réprobo al que los dioses asistirían para que se hundiese todavía más en el fango.
La diferencia capital entre la perfección y el perfeccionismo es que mientras la primera hunde sus raíces en la humildad, el segundo se despeña por el abismo de la vanidad y la soberbia.
Mientras la perfección humana aboga por el reconocimiento de las propias limitaciones, el perfeccionismo interpreta la vida como un codicioso “relato” de “superación personal” (en “formato” de “reto”, la duda ofende).
Mientras la perfección humana consiste en decirle a Dios “hágase en mí, Señor, tu voluntad”, porque “sin ti no soy nada” (como reza aquella canción de Amaral), el perfeccionismo proclama, a los cuatro vientos, el mantra de que “la voluntad mueve montañas” (además de que “eres capaz de cualquier cosa que te propongas” y de que “todo está en la mente”).
Mientras el aspirante a perfecto pide, como Ulises, ser atado a un mástil, ante la tentación irrefrenable que le afligen los cantos de sirena (tan seductores todos ellos), el perfeccionista confía en su incombustible -e indomeñable- capacidad de resistencia frente a las ninfas de los mares.
Mientras el aspirante a perfecto se inclina por amar en el presente y por confiar el futuro a la Divina Providencia, el perfeccionista yace abismado en sus ensoñaciones de un resplandeciente porvenir; lo cual le aboca a un estado de ansiedad permanente, además de a frustrarse ante el hecho de que los éxitos nunca lleguen, a vivir estabulado en “el bulevar los sueños rotos” (como dice aquella canción de Joaquín Sabina).
Al final, el humilde, el que es capaz de reconocer su propia fragilidad, encuentra mayor consuelo que el perfeccionista vanidoso, porque mientras el primero se abandona a Dios (el ser perfecto), el segundo se endiosa (y por ende, deposita su confianza en alguien imperfecto). ¿Cuál de los dos está mejor cubierto por el palio de la perfección? La respuesta es clarividente (véase clara y evidente).
En otras palabras, ese perfeccionismo -que no admite las propias limitaciones- termina por resultar más limitante. Por esto, precisamente, asumir la debilidad es fuerza; parafraseando a G.K. Chesterton, los ángeles vuelan, porque se toman a sí mismos a la ligera.
Reconocer la debilidad propia es fuerza, puesto que te permite acudir a Dios, para que, como decía Santa Teresa de los Andes, se una “la inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría, con la ignorancia; el Eterno, con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza, con la fealdad; la Santidad, con el pecado”. En cambio, si fueses un perfeccionista vanidoso, renunciarías a pedir el auxilio de todas estas virtudes en su grado de perfección más elevado, conformado con la grandeza de tus propias potencialidades.
Por todo esto, la búsqueda de la perfección no radica en la altanería y la codicia del perfeccionista, sino en admitir la propia debilidad; pero no con el objetivo de te quedes estabulado en la misma, sino para que le pidas socorro a Dios con humildad; para que te aferres a su Gracia como Ulises pidió ser atado al mástil, en aras de poder sortear los irresistibles cantos de sirena; para que le digas “hágase en mí, Señor, tu voluntad”, en vez de “enardece, por favor, mi vanidad”.
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