Una aspiración tan noble como la búsqueda de la justicia, llevada al grado de obsesión y concebida en abstracto, puede traer consigo efectos de lo más devastadores. Por ello, contribuye mejor a sembrar el bien la actitud del “buen rollo cotidiano”.
El buen rollo cotidiano consiste, lisa y llanamente, en el afán de levantarse por las mañanas con la disposición de cumplir las obligaciones del día a día y de agradar a las personas que a uno le rodean, con total independencia de su situación personal, sin entramparse en cálculos de quién merece mayor o menor grado de simpatía.
En cambio, el obseso de la justicia en abstracto es aquel que se levanta por las mañanas, revolver en mano, con el ánimus de resolver injusticias, de enterrar privilegios y favoritismos, lo cual ya es una manera de empezar el día encabronado, con el rostro cariacontecido y el gesto torcido.
Con esta actitud, uno da comienzo a su rutina enfrascado en cálculos de quién merece o no su cortesía en función de una retahíla de requisitos sesgados, lo cual provoca que se caiga en una suerte de “bondad selectiva”, de ser buena o mala persona con el de al lado en función de una lista cerrada de condicionantes.
Así pues, hace una mayor contribución a la mejora del ambiente rutinario el practicante del buen rollo cotidiano. Vivir con un hervidero en la cabeza de juicios, prejuicios y anhelos irrealizables de justicia extravía el carácter e intoxica ambiente.
Esta actitud ante la vida del buen rollo cotidiano se corresponde con una mentalidad aristotélico-tomista, de hacer el bien en la medida de lo posible y en un mundo de seres perfectibles. Sin embargo, aquella disposición de vivir entrampado en ideales de justicia utópicos y abstractos supone caer en las redes del platonismo.
Una de las razones puede ser que no se haga con el Amor como punto de partida, sino desde los hangares del enfado, del enfurruñamiento, del odio, de la revancha y de la mala leche. Si la manera de enfocar el asunto está adulterada desde el principio, perniciosa será la cosecha.
Otra de las razones puede ser aquella advertencia de Aristóteles consistente en que el exceso de virtud (la justicia, en el caso que nos ocupa) corre el peligro de derivar en vicio. Ya escribió William Shakespeare, en Romeo y Julieta, que la frontera entre la virtud y el vicio es muy delgada. El genio inglés, también, puso por escrito, en su tragedia Otelo, que “cuando el maligno induce al pecado más negro, primero nos tienta con divino semblante”, lo que viene a esclarecer que el mal, en multitud de ocasiones, se filtra mediante una apariencia de bien. Además, de algo parecido nos advierte la parábola del trigo y la cizaña, en la que la cizaña (el pecado) crece muy cerca del trigo, lo que provoca que pueda devorar parte del mismo en un descuido.
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