Las personas padecemos una poderosísima pulsión por la comparación. Si conocemos a dos sílfides de hermoso rostro y apolínea figura, poco tardamos en comparar quién es dueña de mayor cuota de belleza.
Si conocemos a dos eruditos prodigiosos, poco tardamos en comparar quién atesora un asiento más grande de sabiduría.
Si Menganito es capaz de recorrer 100 metros en 10 segundos, seguirá siendo alguien con la capacidad de recorrer 100 metros en 10 segundos, con independencia de que Fulanito lo consiga en 9,7 y Zutanito lo logre en 11,2.
La comparación con Fulanito y Zutanito no convierte a Menganito en mejor o peor atleta. Por ello, compararse es una supina gilipollez. Algo de una mayúscula estulticia, de una lógica somera.
Si de 10 “top models”, eres la única que no es modelo, ello no quita que puedas ser un pibonazo. Y si de un grupo de 10 tipos muy feos, eres el único que en vez de muy lo es bastante, eso no te convierte en guapo.
Por las dos razones que he desarrollado, me reafirmo en la convicción de que compararse con el vecino es una gilipollez desaforada. Las cosas valen por sí mismas. Su valor no depende de un criterio democrático de mayorías. Parafraseando a Oscar Wilde, mucha gente sabe el precio de todo y no conoce el valor de nada.
Deja un comentario