Desde hace muchos años, albergo la sensación de que la mayoría de la gente es rematadamente estólida en público y bastante perspicaz en privado. Al principio, pensaba que era una idea peregrina, sin consistencia, que rondaba por mi cabeza, pero, al final, me he terminado dando cuenta de que aquel dicho de que “la masa es un animal estúpido” tiene todo el sentido mundo.
Por algo, Ortega y Gasset publicó un libro a este respecto, su celebérrima obra La rebelión de las masas. En la misma, hace una crítica del ‘hombre-masa’, quien, a juicio de este filósofo, es aquel que no descuella sobre la mediocridad circundante.
En consecuencia, Ortega concluye que la masa suele demandar líderes (en todos los ámbitos) que no despunten significativamente sobre la misma; de ahí, que los mediocres sean tan sobrevalorados por el conjunto de la sociedad.
Adam Zagajewski, en su ensayo Solidaridad y soledad, hace una distinción entre el “hombre colectivo” y el “hombre contemplativo”, describiendo a este último como alguien que no se deja arrastrar por el griterío y las modas de la sociedad, debido a su sed de trascendencia espiritual y amor por el silencio reflexivo.
Así pues, tengo una fe resuelta en que las personas que cultivan la sabiduría y que no se dejan atrapar por las pasiones de la sociedad, esclarecen el intelecto, acrisolan o depuran sus capacidades intelectivas (y también, las volitivas, puesto que ambas caminan de la mano).
De facto, yo he experimentado notables mejorías desde que he silenciado a mi “hombre colectivo”, desde que le he puesto el bozal a mi “hombre-masa”, en mi ánimo por transfigurarme en un “hombre contemplativo”.
Gozo de mayor espíritu crítico, y mi ortodoxia o rectitud de pensamiento es más auténtica, puesto que no estoy tan condicionado por las pasiones de quienes me rodean.
De hecho, el pathos -afecto vehemente del ánimo, véase exacerbación de las pasiones- es tradicionalmente visto como un obstáculo frente al ethos racional.
A esto, cabe agregar que el pathos (dicha vehemencia del ánimo) está íntimamente ligado a la demagogia; que es la exacerbación de los sentimientos populares, de las pasiones alborotadas de la masa, algo tradicionalmente visto como una degeneración de la democracia (así, nos lo enseña Aristóteles).
Es más, la visión colectiva que tenía Rousseau de la sociedad, en la que cada persona era vista como una especie de partícula de la colectividad, dio lugar a la demagogia, véase a esta degeneración de la democracia de la que nos alertaba Aristóteles; fundamentada en dar un exceso de rienda suelta a las pasiones populares.
En base a todo lo explicado, resulta meridiano que cuando uno dialoga con alguien en privado, éste tiende a estar menos condicionado por las pasiones irracionales, puesto que no está tan pendiente de agradar o dejar de gustar a una masa informe de espectadores; que opinan por opinar, que te juzgan sin un criterio forjado, que critican por diversión, que no te dejan hablar lo suficiente, que carecen de paciencia para escucharte y de predisposición a comprenderte.
La privacidad en los diálogos, en cambio, le permite a uno razonar con mayor libertad y serenidad; motivo por el cual pienso que sus razonamientos suelen ser menos ebrios, menos categóricos, menos estereotípicos, y más sinceros y completos. Uno se expresa libre de condicionantes, apeado del impulso de mantener una imagen pública, de conservar una reputación e incluso de agitar el espantajo de un personaje que ha creado de cara a la galería.
Todo lo que he dicho es la conclusión que he sacado de algo que llevo presenciando desde hace demasiado tiempo. Nunca dejo de llevarme las manos a la cabeza por las estupideces que dice la mayoría de la gente en público, ni de maravillarme por el aplomo y sentido común del que se caracterizan en privado.
Como dice uno de mis mejores amigos, muchas veces, no importa lo bien que expliques algo, sino la predisposición que el otro tenga a escucharte. En consecuencia, pienso que las conversaciones privadas, “de tú a tú”, suelen aumentar el interés del contrario por escuchar lo que dices; algo que le hace más lúcido, más agudo y por ende, más inteligente.
Esta predisposición a la escucha está íntimamente ligada con aquello a lo que he bautizado como “inteligencia selectiva”; que consiste en comportarse como un necio o como un animal racional en función de tus intereses. En una conversación privada y sobre el folio de un examen, curiosamente, la gente suele razonar con bastante mayor aplomo que de cara al gallinero público; y sobre todo, si dicho gallinero es el de las redes sociales, en donde uno opina de cara a la galería emboscado detrás de una pantalla, sin frenos.
Si queremos evitar lo que yo denomino como la “colectivización de la personalidad”, el mejor remedio es el ofrecido por Adam Zagajewski: aspirar a transformarse en un “hombre contemplativo”.
El silencio reflexivo, la contemplación de la belleza, la apertura al diálogo con Dios, es lo que a esta sociedad le falta para esclarecer el intelecto y encauzar la voluntad, frente a la tiranía de las modas pasajeras y del griterío popular.
Como nos reveló San Pablo, “el que posee el Espíritu, por el contrario, lo discierne todo, y no depende del juicio de nadie” (1Cor, 2, 15).
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