El filósofo y periodista alemán Alexander Grau aborda, en su obra Hypermoral, el concepto de “humanitarismo abstracto”, el cual consiste en preocuparse en exceso por los grandes problemas del mundo y en descuidar los que están a nuestro alcance, véase el abandono del “humanitarismo concreto”.
Dicho autor incide en que “ya no nos preocupamos por el prójimo, pero se tienen unos ideales más grandes respecto a la humanidad”. A esto, agrega que “mandamos a los abuelos a las residencias de ancianos porque son un estorbo para nuestra vida diaria; pero vamos a las manifestaciones en favor de una justicia mundial”. Otro ejemplo que esgrime de “humanitarismo abstracto” reza así: “el compromiso ya no es con los trabajadores y los asalariados europeos, sino con los pueblos oprimidos por el colonialismo y con las minorías».
Desde mi punto de vista, este “humanitarismo abstracto” es la consecuencia de sustituir al hombre concreto por la humanidad en general, de reemplazar al prójimo por una entidad abstracta bautizada como “colectivo”, de cambiar a la persona por la “sociedad”. Este fenómeno provoca la eclosión de los charlatanes y la extinción de los caritativos. Aumentan por doquier los cáusticos reivindicadores de justicia y disminuyen con vertiginosidad los auxiliadores de los afligidos.
Un ejemplo muy ilustrativo de filantropía al que alude De Prada es el de un personaje de Fiódor Dostoievski, en su abultada novela Los hermanos Karamazov, el cual dice así: “cuanto más amo a la humanidad en general, menos amo a la gente en particular”.
Otra cita a la que se acoge De Prada es una plasmada por Alexis de Tocqueville, en su grueso tratado La democracia en América, cuyo tenor literal dice: “Dios no piensa en el género humano en general. Ve separadamente a todos los hombres, y percibe a cada uno de ellos con los parecidos que lo acercan a todos y con las diferencias que lo separan”.
De Prada, también, muestra dos ejemplos esclarecedores extraídos de las Sagradas Escrituras. El primero de ellos versa sobre una lectura hecha por Fabrice Hadjadj de la Parábola del Buen Samaritano, en la que el sacerdote y el levita, quienes pasaron de largo ante el viajero molido a palos, más que ser unos villanos mórbidos de crueldad, eran unos presumidos que irían camino de Jerusalén para lucirse pronunciando discursos filantrópicos de amor a la humanidad.
El segundo ejemplo de apelación a las Sagradas Escrituras lo encontramos en la epístola de San Pablo a Filemón, en la que Pablo convierte y bautiza al esclavo Onésimo, y después, se lo envía a su amo Filemón, pidiéndole que lo reciba como a un hermano en Cristo. De Prada, a la sazón, subraya que “no le dice que lo manumita, ni que monte la ONG Filemona dedicada al asilo de fugitivos, ni que organice manifestaciones ante el palacio del emperador reclamando la abolición de la esclavitud”, ya que “como no era filántropo, Pablo miró primero por la salvación del alma de Onésimo; y después, se preocupó por la salvación de su cuerpo concreto, encomendándolo a quien sabe que lo acogería como a un hermano”.
Aparte de que centrar desaforadamente nuestra atención en la humanidad en general nos distrae de ayudar al prójimo en concreto, considero que la obsesión con el “humanitarismo abstracto”, la filantropía o la justicia en términos genéricos nos puede acabar llenando de odio, puesto que, en numerosísimas ocasiones, se parte de la denuncia, de la protesta, de las ansias de rebelión, lo cual aleja a nuestros corazones del amor; nos extravía el buen humor y por ende, nos arrebata la alegría, metamorfoseándonos en lo opuesto a portadores de paz, misericordia, ternura y compasión. Nos convierte en seres que deambulan con el ceño fruncido, el gesto torcido y los modales pendientes de acrisolar.
En síntesis o resumidas cuentas, una aspiración humana que no sólo carece del amor en su punto de partida, sino que está fundada sobre los cimientos del odio, no coadyuva precisamente a transformamos en mejores personas. De esto, que vuelva a apelar a la cita de un personaje de Dostoievski en Los hermanos Karamazov, esa que dice que “cuanto más amo a la humanidad en general, menos amo a la gente en particular”.
¿De qué sirve, pues, tanta pesadumbre por su situación si luego les arrojan una mirada torva y fría como el mármol? Ello unido a los toscos modales con los que les tratan al requerir de sus servicios, tan displicentes –o más- que los de un esclavista. Y yo me pregunto: ¿no sería mejor regodearse menos en la desazón por la miseria ajena y centrarse más en rendir cortesía, infundir alegría y obsequiar con propinas a quienes son víctimas de la injusticia?
Este cruce de actitudes nos remonta al clásico debate platonismo versus aristotelismo, donde los seguidores de Platón abogaban por el idealismo y los de Aristóteles por buscar la solución posible en un mundo de seres perfectibles. Es clarividente que la vía aristotélica es la que nos libera de las ensoñaciones de la filantropía, y la que nos permite poner en práctica la caridad pese a sus imperfecciones y limitaciones. De hecho, la Escolástica o filosofía católica de Santo Tomás de Aquino es la más lograda prolongación del pensamiento de Aristóteles.
Además de esta versión idealista de la filantropía, se encuentra, por otro lado, la “happy flower” o “josepcuevil”, que es la del esnob empresarial que pretende robustecer la “imagen de marca” a base de colgar en su vitrina medallas solidarias; aquello que, en la jerga MBA, se conoce como “responsabilidad social corporativa”.
Manifestaciones de la filantropía josepcuevil podemos encontrar a espuertas y raudales. Por ejemplo, alardear de que los productos que uno vende son “eco-friendly”, como si en vez de anhelar acrecentar sus ingresos, estuviese preocupadísimo por salvar “el planeta”; carreras solidarias por tal y cual causa, como si posturear en Instagram con unas mallas de “runner” fuese la panacea de la abnegación caritativa; etc, etc, etc.
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