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| El 12 meses hace

Un granjero en un ‘600’ le gana una carrera a un piloto de ‘Ferrari’

Columnista: Ignacio Crespí de Valldaura

Si piensas que se trata de una noticia falsa (‘a fake new’), estás terriblemente equivocado. Es una fábula, un cuento para adultos, con una moraleja tan edificante como aleccionadora.

En un vacilante día otoño, a ratos alegre y soleado, a ratos ventoso y desapacible, un señor mayor, que se dedicaba a custodiar su granja y a labrar su propia tierra, cometió la osadía de retar a una carrera de coches a uno de esos urbanitas con jersey de cuello vuelto. El primero competiría al volante de un 600 curtido en batallas; el segundo, al mando de un refulgente y chisporroteante Ferrari.

El hombre campestre, rupestre, carpetovetónico, castizo y campechano se llamaba Serotonino, y su antagonista ‘cosmo-sexy’, Dopamine (oriundo de London city). El tiempo de duración estimado de la contienda automovilística fue de una semana.

Un cazador puro, genuino, auténtico, de panza en ristre, botas embadurnadas de barro encharcado, chaleco de tweed baqueteado por la polilla y la carcoma, cara de pergamino arrugado y con un puro pendiendo de su dentadura amarillenta, empuñó su escopeta nacional, y tras descerrajar un estrepitoso disparo a las aves del cielo, fue dado el pistoletazo de salida.

Como era de esperar, el flamante Ferrari comenzó la travesía con una ventaja tan desorbitada como exorbitante. La intención de Dopamine, el conductor cosmopolita, no se limitaba a alcanzar una victoria simple en esta lid de carruajes, sino que la derrota de su adversario fuese de lo más demoledora, desoladora y aleccionadora.

Dopamine, el urbanita motorizado, ensoberbecido por un convencimiento ciego en su victoria, se decantó por ir haciendo múltiples paradas turísticas; pérdida de tiempo que compensaría a base de pegar acelerones con su rugiente Ferrari.

Su rival Serotonino, en cambio, paraba nada más que para dormir, almorzar e ir al cuarto de baño; conducía con una calma imperturbable, incombustible, a una velocidad muy moderada, pero constante.

Finalmente, Serotonino el campestre consiguió vapulear a Dopamine el urbanita. La constancia le ganó el pulso a la inconstancia; la serenidad se alzó victoriosa frente al frenesí.

Moraleja I: Un estado de armonía consolidado en el tiempo nos otorga mayor felicidad que una vida constelada de logros discontinuos.

Moraleja II: Suele dar mejores frutos el trabajo lento perpetuado en el tiempo que el duro realizado en un santiamén.

Reflexión complementaria a la moraleja I (un estado de armonía consolidado en el tiempo nos otorga mayor felicidad que una vida constelada de logros discontinuos):

Esta primera moraleja es la razón que explica que los personajes de esta fábula se llamen Serotonino y Dopamine; en meridiana referencia a la dopamina y la serotonina.

Si la serotonina es una hormona asociada a un estado emocional equilibrado, a una armonía de cierta constancia, la dopamina es la momentánea satisfacción anímica que nos proporciona una motivación o recompensa (en otras palabras, el fugaz subidón que experimentamos al alcanzar un éxito concreto).

Por esto, la paz y la felicidad están más vinculadas con generar serotonina que chispazos de dopamina. Un 600 conducido por Serotonino nos lleva a mejor puerto que un Ferrari manejado por Dopamine.

Con esta reflexión no pretendo criminalizar la existencia de la dopamina, sino el abuso de la misma, el hecho de que nos transformemos en dependientes de alcanzar logros y reconocimientos para querernos y aceptarnos a nosotros mismos. De facto, es la preocupación principal del nuevo libro del psicólogo Buenaventura del Charco Olea, titulado Te estás jodiendo la vida: olvídate de tu mejor versión y sé tú mismo.

Este afamado psicólogo añade que una consecuencia de querernos a nosotros mismos en base a los éxitos alcanzados es el hecho de cuantificar nuestra valoración personal en el cumplimiento de objetivos; lo cual nos espolea a adoptar unos niveles de autoexigencia y perfeccionismo insoportables, asfixiantes, que más que proporcionarnos bienestar anímico, nos arrebatan la paz, puesto que nos mantienen inmersos en un estado de nerviosismo permanente.

A esto, añade que nos hace vivir enfrentados a un examen o autoevaluación continua, donde le conferimos el poder a los demás de ser nuestros examinadores y jueces; dado que dicho cumplimiento de objetivos suele estar motivado por el afán de encajar con los estándares sociales.

Además, subraya que la satisfacción del alcance de dichos objetivos es bastante efímera o poco duradera.

En síntesis, la paz y la felicidad dependen, en cierta medida, de la reticencia que tengamos a construir nuestro amor propio en base a éxitos mundanos.

Ahora bien, esto no significa que tengamos que renunciar, por entero, a marcarnos objetivos, ni a recibir, de vez en cuanto, chispazos de dopamina.

Abusar de los objetivos y de la dopamina es nocivo, pero abjurar absolutamente de los mismos puede que sea aún más pernicioso; una cosa es rehuir de ser drogodependientes del ‘exitocentrismo’ y otra muy diferente el pretender transformarnos en plantas estoicas, que ni sienten, ni padecen, ni nada les alegra o motiva, debido a su paz inconmovible.

Hay una pandemia social (bastante inveterada o arraigada, por cierto) que consiste en pretender curar una enfermedad ideológica a base de aplicar el remedio contrario. Del mismo modo que parece que la única alternativa al comunismo es el capitalismo sin reglas, da la sensación de que la forma de paliar el electrizante ‘exitocentrismo’ es refugiarse en las apáticas abrazaderas del estoicismo.

El estoicismo puro es una doctrina filosófica que predica la anulación de las pasiones, de la búsqueda de éxito, de bienes materiales, etcétera. Los hay que suelen confundirlo con el cristianismo, pero hay una diferencia entre ambos que, por pequeña que parezca, es considerable: mientras el estoico busca anular dichas sensaciones, el católico aboga por controlarlas con aplomo.

Mientras un estoico te diría que hay que renunciar por entero a la riqueza, un católico se decantaría porque no nos afanemos u obsesionemos con los bienes materiales, que seamos pobres en el espíritu; mientras un estoico se inclinaría por limitar la alimentación a lo esencial, un católico no estaría en contra de disfrutar de la comida, siempre que semejante deleite no degenere en gula; mientras un estoico te aconsejaría la erradicación de todo apetito sexual, el católico admitiría que la atracción hacia el otro sexo es positiva, siempre que sea ejercida con un ordo amoris (y si uno pecase de pureza, a confesarse y listo, sin necesidad de volverse loco por ello).

De hecho, quienes han intentado interpretar a Séneca, uno de los puntales del estoicismo, como un ‘criptocristiano’ o cristiano encubierto, podrán cerciorarse de las nada irrisorias diferencias que tiene con el mismo; estas significativas divergencias son corroboradas por Rafael Gambra, en su obra Historia sencilla de la filosofía.

En conclusión, demos prioridad a la serotonina sobre la dopamina, pero, en vez erradicar esta última, aprendamos a no volvernos dependientes de la misma; y sepamos querernos al margen de nuestros éxitos, talentos y fracasos.

Reflexión complementaria a la moraleja II (Suele dar mejores frutos el trabajo lento perpetuado en el tiempo que el duro realizado en un santiamén):

En lo concerniente a la moraleja II, cabe destacar que las materias que mejor dominamos suelen ser las que hemos ido aprendiendo a lo largo de un amplio espectro temporal.

Ejemplos ilustrativos de ello serían el aprendizaje de un oficio, de un idioma o de una doctrina religiosa. El auténtico conocimiento se forja a fuego lento, necesita ir aquilatándose con el tiempo. Quien sacase matrículas de honor en la carrera es probable que te lo corrobore (y si no lo hace, seguramente te esté mintiendo).

En base a mi experiencia, puedo afirmar que mi amplísimo acervo lingüístico no es consecuencia de que posea una mente privilegiada, puesto que nunca he recibido el reconocimiento de tener una prodigiosa inteligencia; se debe, más bien, a que llevo cerca de dieciocho años tanto escribiendo como anotando palabras en un cuaderno (de hecho, ya voy por el segundo).

La soltura con la que manejo las reflexiones de eruditos cumbre no es fruto de que goce de una memoria sobrehumana, sino de que llevo, durante años, leyendo ensayos y novelas muy bien escogidas, y estudiándomelas con papel y lápiz (tengo un cuaderno lleno de esquemas con referencias a Chesterton, Oscar Wilde, George Orwell, Aristóteles, Shakespeare, San Pablo, etcétera). Estoy convencido de que cunde más ir releyendo y estudiando libros poco a poco, con parsimonia, que transformarse en un frenético devorador de obras.

La memoria, para los que tenemos una inteligencia corriente (e incluso para los que despuntan), se fragua a golpe de repetición. Quien retiene vastos conocimientos de algo suele ser porque lo ha estudiado en profundidad y porque lo vuelve a estudiar de forma periódica. La memorización extendida en el tiempo, no la inmediata, es la que nos hace profundos conocedores de las cosas.

No soy muy inclinado a empaparme de la sabiduría oriental, pero, aún así, voy a parafrasear un proverbio chino, que dice que el trabajo lento produce la mejor mercancía. También, hay un método que está, en este momento, muy de moda, llamado kaizen, y que consiste en avanzar en algo con pasos cortos, pero con suma constancia. Es cierto que, en ocasiones, no nos queda otra que pegar acelerones, pero, por norma general, estoy convencido de que experimentaríamos elefantiásicas mejoras si aplicásemos esta lección con mayor frecuencia.

Por algo, aquel archiconocido santo español insistió en que se llega a la santidad mediante el cuidado de las cosas pequeñas; además de aquella enseñanza de San Pablo que reza que un poco de levadura sirve para fermentar toda la masa; y de esa Parábola bíblica que nos recuerda que una semilla bien plantada hace emerger prósperos frutos.

La afamada psiquiatra Marian Rojas Estapé afirma que nos hallamos intoxicados de ‘cronopatía’, véase de la enfermedad del tiempo; en el presente, parece que hay que hacer las cosas a una velocidad centelleante, relampagueante, lo cual nos impide avanzar con la serenidad y constancia propias de los sabios.

Como decía Don Gregorio Marañón: “La rapidez, que es una virtud, engendra un vicio, que es la prisa”.

Contacta aquí con el autor de este cuento reflexivo, el escritor Ignacio Crespí de Valldaura

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