A decir verdad, jamás me hubiera imaginado que iba a extraer una enseñanza bastante aleccionadora mientras jugaba al Monopoly.
En una de esas interminables partidas del legendario juego de mesa, uno se da cuenta de que el éxito es efímero, puesto que, justo después de desbancar a un contrincante, es de una probabilidad muy alta que ese mismo adversario, u otro, te desbanque a ti después.
El hecho de pegarse numerosos tortazos del estilo nos hace digerir la lección a golpe de repetición. Llevarse no una, sino dos, tres, cuatro y hasta cinco, seis y siete guantazos similares nos ayuda a asumir la lección de que cualquier triunfo es perecedero. Esto, a lo tonto, introduce en nosotros un elemento psicológico, que es el de que pasemos de ambicionar o codiciar el éxito a tomárnoslo un poco a broma. A lo tonto, nos transforma en algo menos dependientes de éste.
A su vez, el hecho de experimentar un fracaso demoledor no una, sino dos, tres, cuatro y hasta cinco, seis y siete veces, también, nos hace pasar de desmoronarnos ante una derrota a tomárnosla con gallarda serenidad.
De esta guisa, aprendemos, a base de lanzar un par de dados sobre un tablero, que el éxito no se nos ha de subir a la cabeza, ni el fracaso nos tiene que llegar al corazón; algo que genera en nosotros unos anticuerpos sentimentales ante ambas pulsiones humanas.
Por último, una partida de Monopoly, también, nos enseña que, por mucha visión estratégica que tengamos, el “factor suerte” es una realidad palpitante; «factor suerte» que desencadena en nuestros corazones una cura de humildad, dado que nos hace conscientes de que el azar juega un papel muy importante en nuestras vidas, por muy astutos o esforzados que seamos.
Deja un comentario