Aprovechando que el excéntrico presidente de Argentina, en aras de proclamar el Liberalismo como ideología capaz de proporcionarnos el paraíso en la Tierra, dijo que la Justicia Social era una idea aberrante, producto de la Envidia y el Resentimiento -debe ser que los papas León XIII, San Pio X, Pio XI o Pio XII fueron espíritus abducidos por el pecado de la Envidia, no obstante, eso es algo que dejo para la reflexión de los más acérrimos y polarizados militantes de la “fachosfera”- , a lo largo de estas líneas trataré de profundizar sobre la Envidia.
Honestamente, creo que el pecado capital que más cuesta reconocer al ser humano es el de la Envidia, pues ésta parece implicar complejo y baja autoestima a causa de una suerte de sensación de pobreza económica, pardillez y/o fracaso frente a otros.
Es más, muchas veces, la Envidia puede ser consecuencia, precisamente, de lo contrario, es decir, estar habituado a tenerlo todo en términos materiales, a ser protagonista, a ser elegido el primero, a ser lisonjeado, a ganar todas las partidas y que, de repente, un día, el lisonjeado sea otro, el exitoso sea otro, el triunfador sea otro, el protagonista sea otro, el ganador sea otro.
Comprendo por las implicaciones de imagen social que tiene la Envidia que uno admita -dando mucha sensación de seguridad- que “no tiene Envidia”. Cuando alguno afirma eso, quiero creer que es verdad, sobre todo, si tenemos en cuenta que “sentir” no es “tener”, que el sentir la tentación, no significa cometer el pecado, pero lo que es evidente es que no me creo que nadie haya tenido nunca una tentación de Envidia, pues sería algo así como admitir que nadie ha sido tentado nunca por la Lujuria, la Vanidad, la Soberbia, la Pereza o la Ira; y, créeme, si Cristo sufrió la tentación, el hombre dudo que sea más que su Maestro.
El materialismo, muchas veces confundido por el profano con ser muy caprichoso y superficial, supone pensar que la Felicidad sólo se halla en lo material, a la sazón: tener éxito, principalmente, económico, deportivo, profesional y social, acumular el mayor número de bienes materiales posibles y alcanzar el cumplimiento de la totalidad de los cánones de Belleza.
El materialismo, aunque realista en ocasiones, es una tendencia que cae por su propio peso, pues, al ser efímero todo lo material, poner nuestra ilusión y esperanza en algo que se agota, acaba conduciéndonos a la melancolía tras no satisfacer nuestros anhelos de plenitud y eternidad.
Por cierto, el desprendimiento no supone convertirse en un ermitaño o un mendigo, ni a dejar de disfrutar de la vida, sino en la renuncia a endiosar lo efímero.
Por otro lado, la comparación, que supone analizar con atención una cosa o a una persona para establecer sus semejanzas o diferencias con otra, es una auténtica arma de fuego y, como toda arma de fuego, no debe ser utilizada por cualquiera y si se hace, se ha de hacer siendo consciente de los riesgos y con extrema delicadeza.
El problema es que los hombres no nacemos con la lección aprendida, tenemos poca capacidad de discernimiento y, por ende, mucha tendencia a la temeridad y ello nos lleva a hacer uso abusivo e imprudente del arma de la comparación.
Como antídoto frente a la comparación, es importante cultivar la gratitud, la sencillez y el enaltecimiento del prójimo.
La gratitud nos hace conscientes de que no merecemos todo o la mayor parte de las cosas que tenemos o hemos conseguido, ello nos lleva a ser agradecidos, humildes y a valorar la importancia del prójimo en nuestras vidas.
La sencillez, virtud compleja en un mundo de postureo, donde parece que uno ha de dar siempre una imagen simbiótica entre Supermán y un pavo real haciendo una rueda con su cola, supone vivir con llaneza, sin vanidad, arrogancia o ambición, sin hacer alardes de ningún tipo, siendo alegre y agradecido con lo que uno posee o lo que uno adquiere. Sin dramatizar el fracaso ni pavonear el éxito, sino buscando la paz, fruto de la lucha y la perseverancia.
Evidentemente, enaltecer al prójimo cuando éste es arrogante es algo que cuesta, pues uno tiende a pensar que hacerlo contribuye a alimentar su arrogancia. Sin embargo, no nos corresponde a nosotros hacer de justicieros o educadores de todo el mundo. Esa tarea sólo hemos de hacerla con aquellos con los que tengamos confianza y, a ser posible, buscando el momento, el ambiente y la delicadeza adecuadas.
No obstante, el arrogante, per se, ya se encuentra enfangado. No suele ser agradable su compañía y conversación, su actitud cansa y pone a los demás en guardia, vive absolutamente equivocado, pues nada de lo que posee es mérito suyo y siempre va a haber alguien que esté por encima de él si inicia la senda de la competición.
La vida está llena de rachas, tanto los buenos como los malos momentos pasan, los bienes se consumen, ni siquiera el arrogante es capaz de sostener en el tiempo todo aquello de lo que presume. Siendo sinceros, el arrogante cae por su propio peso y más rápido de lo que se cree.
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